Teresa había nacido para luchar. Se quedó muy joven sin padres y empezó a ganarse la vida como costurera. Necesitaba dinero para atender a su hijo Manuel que había nacido sin ningún pan bajo el brazo y sin padre que se ocupase de él, ya que este murió antes de que Manuel naciera.
Eran las once y media de la noche, Teresa tejía un jersey con la lana que le había sobrado de la jornada anterior. Era feo, pero calentito. Era para Manuel: lo pasaba mal en las noches de invierno sin un jersey decente, últimamente usaba uno viejo, roto y desgastado que le quedaba estrecho. Teresa lo cosió hacía dos años, y en invierno Manuel se lo ponía todas las noches. Teresa trabajaba para su hijo a horas tardías, ya que el resto del tiempo lo empleaba en hacerlo para su pequeño negocio: “La pastorcita”.
Últimamente los clientes escaseaban y su salud flaqueaba. Se sentía muy cansada, pero debía acabar el jersey rápido, no podía consentir que Manuel se resfriara. Se centró en su labor. Sus ojos bizqueaban y veían todo borroso. Sintió un dolor repentino y una pequeña gota de sangre manchó la prenda. Teresa se había pinchado. Observó la mancha rojiza y, derramó una lágrima involuntaria que cayó encima de la sangre y, para su sorpresa, esta desapareció. Sintió unas gélidas punzadas en el pecho, y se dio cuenta de que algo la atravesaba.
Era una mujer delgada, pálida y pelirroja, con el pelo muy rizado. Sus ojos tenían un bonito tono avellana y estaban mal pintados de negro. La escuálida mujer parecía enferma, pero sonreía. Llevaba un vestido negro y largo, arrugado y deshilachado por muchas zonas. Teresa sintió un dolor dulce que la llenó de alegría...
-Hola, madre...
Simplemente deliraba debido al cansancio, pero le gustaba la imagen de su joven madre. Se parecía tanto a ella... Su madre se sentó en el suelo, con el jersey y las agujas entre las manos y, comenzó a tejer. Teresa la observó, dolorida y alegre, imaginándose su vida si ella no estuviera muerta. Transcurrieron las horas y Teresa observaba a su madre que le sonreía...
Abrió los ojos de golpe. Estaba sudando. Miró a su alrededor... No, su madre no estaba, pero en el suelo, se encontraba el jersey de Manuel... ¡terminado!
Ese día, en la tienda vacía, entró una extravagante mujer, de unos treinta años. Llevaba un gran sombrero de copa blanco y negro, que tapaba gran parte de su cara. Un pelo negro, liso y brillante se asomaba por debajo de este, dejando solo un ojo color almendra a la vista. Vestía un chal oscuro, corto, encima de un largo vestido azul marino que realzaba sus caderas. Sus tacones blancos de aguja y tremendamente altos resonaron por la estancia. Teresa la observó detenidamente mientras esta se acercaba a ella. La tienda solo consistía en una pequeña habitación de madera caoba decorada con antiguos cuadros y con algunos largos espejos. Estaba amueblada por dos sillones paralelos en el centro de la estancia, una estantería repleta de bolsos en venta, perchas de las que colgaban vestidos o trajes y en un rincón, el mostrador donde Teresa se sentaba a coser y esperaba desesperada algún cliente...
-¿Qué desea? ¿La puedo ayudar en algo?- Dijo Teresa, con su más amplia sonrisa.
La mujer la ignoró y, comenzó a caminar por la sala. Observaba detenidamente los cuadros. Habían sido pintados por el padre de Teresa. Algunos eran retratos de su madre; otros, paisajes, y otros consistían en imágenes románticas en paraísos tropicales. Si sus padres hubieran vuelto de de aquel viaje y no hubiera tenido que vivir con su angustiada abuela, que murió cuando ella solo tenía veinte años, quizás su padre la hubiera retratado. Teresa estaba acostumbrada a estos sentimientos y pensamientos. Ya no le causaban daño alguno. La mujer andaba tranquilamente por la tienda. Se colocó delante del espejo, y observó su reflejo. Teresa salió del mostrador, y se dirigió a ella.
-Perdone, ¿puedo ayudarla en al...?
Teresa se percató de que, en el espejo, no se proyectaba el reflejo de esa mujer. No, ese espejo reflejaba la imagen que había visto aquella noche en su sueño. Su madre la miraba desde el espejo. La mujer giró, y miró a Teresa, pro su cara ya no era la misma. Su pelo ahora era rizado y pelirrojo y estaba más pálida. Sus ojos eran iguales. La mujer se acercó a Teresa, que estaba paralizada y más pálida de lo normal.
-Yo te traeré la esperanza, hija mía.
Su madre sonrió, como en el sueño de Teresa... Aunque..., ¿realmente había sido un sueño?. Se dirigió a la puerta y salió por ella.
-¡Madre!
Teresa reaccionó y corrió hacia la salida. Abrió la puerta de golpe y miró a lo largo de la calle. Allí no había nadie. La calle estaba desierta.
Aquella tarde, varios clientes visitaron la tienda y, para la sorpresa de Teresa, muchos de ellos compraron. Al día siguiente, también, y al siguiente, y al siguiente.
Pasado un año, Teresa compró una nueva casa, más grande y mejor para su hijo. Sus condiciones de vida mejoraron tanto, que Manuel nunca más tuvo que pasar frío por la noche, ni soportar las burlas de sus compañeros de colegio por ser un harapiento. Pasaron cinco años y nada cambió, salvo que Manuel cumplió los catorce años y comenzó a ir al instituto. Ella, a sus cuarenta y cinco, mantenía a su pequeña familia gracias a 'La Pastorcita”, que pasó a ser el mejor negocio del pueblo, en su categoría. Teresa no sabía si su madre había hecho todo aquello, ni sabía cómo lo habría conseguido. Pero de algo estaba segura: De que su vida no hubiera sido la que era si su madre no la hubiera visitado.
María Montero Curiel, 2º E.S.O. A
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