La primera vez que mi mirada se cruzó con aquellos ojos verdes fue hace ya cinco años. Era mi primer día de clase en la universidad y estaba bastante nervioso. Ella se sentó a mi lado, seguramente porque no había otro sitio donde sentarse en aquella abarrotada aula, y al cabo de unos minutos, mientras el profesor se presentaba, yo me decidí a saludarla y a presentarme a ella. Fueron las típicas palabras de: “Hola soy Enrique, pero puedes llamarme Kike, ¿qué tal?” a lo que ella me respondió: “Hola, encantada de conocerte. Soy Paula” y entonces vi aquellos ojos verdes grandes y profundos, con su rímel y su maquillaje; parecía que mirasen dentro de mí. En aquel instante en que el tiempo se había detenido para mí y me había quedado sin palabras para poder seguir con la conversación, ella apartó la mirada y atendió a la explicación del profesor que acababa de comenzar con su clase.
No volvimos a hablar en toda la hora. En esos momentos desconecté y no atendí a la explicación del profesor. Me sentía extraño. Todavía pensaba en aquellos ojos verdes cuando la explicación acabó y el profesor, del que no me enteré ni cómo se llamaba, dio por finalizada la clase.
Ella se levantó rápidamente como si temiese que le dijera algo y salió de la clase sin darme tiempo ni siquiera a despedirme. Así que, todavía anonadado por aquellos ojos verdes, me levanté y salí sin prisa del aula ya casi vacía.
Llegué a las cuatro de la tarde a mi apartamento donde vivía de alquiler, dejé mis cosas sobre la cama todavía sin hacer desde por la mañana, me hice un sándwich de jamón york y queso, me tomé una cerveza bien fría y me metí en la ducha. Estuve como media hora bajo el agua pensando en…, ella, así que decidí salir a dar un paseo para despejarme. Avisé a mi amigo Javier, compañero mío desde el instituto y con el que compartía el apartamento, para salir a tomar algo.
Acabamos en un bar que se llamaba La Penumbra. Era pequeño, sin demasiada gente pero acogedor. Hablamos sobre temas muy variados desde cómo nos había ido en nuestro primer día de clase hasta de la rubia que iba con una minifalda que era para morirse, pero hablaba sin estar allí, era como si mi mente estuviese en otro lugar y en otro momento, en aquella clase junto a ella, en esos ojos y en esa sonrisa.
Cuando llegué a mi apartamento, eran ya las tres de la mañana. Estaba un poco borracho, por no decir mucho, pero era la única manera de olvidarla. Me despedí de Javier y me acosté.
Al día siguiente me levanté con una resaca del quince, me vestí, cogí mi mochila y me marché para la universidad. Me senté en el mismo sitio del día anterior esperando que ella se sentase a mi lado, pero no fue así. Se sentó un chico que se llamaba Fernando. Parecía buena persona. Era alto, delgado y bastante inteligente. Me pasé los primeros minutos buscándola con la mirada hasta que la vi sentada al lado de otro chico hablando con él y riéndose. En ese momento el mundo se me vino abajo, me quedé medio inconsciente, sin fuerzas.
Acabaron las clases, me encontré con Javier como siempre y nos fuimos para el apartamento. Durante el trayecto él no paraba de hablar de la chica que acababa de conocer, de cómo era, de que le había dado su número de teléfono, pero yo no podía con mi alma así que, de vez en cuando, asentía con la cabeza para que creyese que le escuchaba. Llegamos a casa, dejé la mochila y me metí en la ducha. Cuando acabé de ducharme, organicé mis apuntes. Javi se fue porque había quedado con esa chica. Yo me dediqué a leer y a pensar en ella y a maldecirme por mi estupidez “como si no hubiese más peces en el mar”.
Pasaron los días y las semanas y no volví a hablar con ella desde ese fatídico día. Javi estaba saliendo con esa chica. Íbamos los tres de fiesta siempre que nos lo permitían los exámenes. Me enteré de que estaba saliendo con ese chico como suponía. Así que yo me busqué otras, pero ninguna era como ella. Siempre que las miraba, esperaba ver esos ojos verdes tan perfectos, esos ojos con los que soñaba cada noche, esos ojos que me encandilaron desde el primer día que nuestras miradas se encontraron; siempre que las besaba, esperaba sentir esos labios que tanto deseaba pero siempre una parte de mí me decía que nada de eso sería posible nunca.
Con el paso del tiempo, ya hacía casi un año de ese momento en el que nuestras miradas se cruzaron, yo pensaba que mi sentimiento de amor habría desaparecido, pero estaba muy equivocado y fue ahí donde cometí, para algunas personas, la mayor tontería del mundo, pero para mí fue la mejor decisión que tomé en toda mi vida.
Acabé mi primer año de universidad con unas notas bastante buenas, estaba satisfecho, creía que la había olvidado, tenia novia, se llamaba Azucena. La quería, pero no tanto como había querido a Paula. Tres días después de que comenzaran las vacaciones de verano me enteré de la noticia que cambiaría mi vida: Paula había dejado la universidad sin decirle a nadie por qué, pero todos apuntaban hacia su novio. Dijeron que se había ido a Oviedo, así que yo sin pensármelo cogí un taxi y la busqué por todo el aeropuerto y viendo que allí ya no la encontraría, me monté en el primer vuelo que había hacia Oviedo. Nadie sabía que me había ido, ni siquiera Azucena, así que sin saber por qué, sentado en mi asiento del avión, empecé a llorar, no sabía si era por la ira que sentía hacia el hombre que le había hecho daño a Paula o por haber dejado tirada a Azucena. Al final me quedé dormido entre sollozos pensando en la locura que acababa de cometer.
Al llegar a Oviedo empecé a buscarla por toda la ciudad .Pregunté en el aeropuerto, en hoteles, en bares, en albergues. Pregunté hasta a la gente que caminaba por la calle, pero todos respondían igual: “Lo siento, pero no la he visto”. Eran las doce de la noche. Llevaba desde las dos de la tarde buscándola, así que, agotado y frustrado, me senté en un banco en el parque San Francisco. Entonces empezaron a caer unas suaves gotas y yo volví a llorar de desesperación, de rabia, de amor hasta que…
Una preciosa muchacha de ojos verdes, esos ojos verdes que tanto anhelaba, esa sonrisa que tanto deseaba, esa sonrisa que tanto amaba, me mira y me dice: “Hola, soy Paula, pero puedes llamarme como quieras, ¿Qué tal?” Yo me levanté del banco y sin pensar nada por una vez en mi vida la besé y ella me devolvió ese beso que tanto anhelábamos. Nos besamos durante minutos bajo la lluvia de Oviedo, por fin estaba con ella después de más de un año de sufrimiento. El tiempo se paró para mí y cuando nuestros labios se separaron y miré esos ojos verdes que se encontraban a centímetros de los míos, supe que era la persona más feliz del mundo y le respondí: “Hola, encantado de conocerte, soy Kike”.
Samuel Suárez Cobo, 1º Bachillerato (Ciencias Naturales)
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