viernes, 19 de noviembre de 2010

Amigos


Aquella mañana de agosto, Gabriela Santaella recibió la peor de las noticias. En la prensa aparecía en portada un suceso que estremecería el país: El deportista de elite, el mejor windsurfista de la historia, Raúl Miró había quedado tetrapléjico, al practicar una de sus actividades preferidas: lanzarse al mar desde un acantilado.
Gabriela al leerlo quedó patidifusa, no le salía ninguna palabra de su cuerpo, pero es que tampoco sabía lo que decir. Cerró los ojos por un instante, se pellizcó y los volvió a abrir, pero no era un sueño, todo estaba ocurriendo en realidad. No podía creer que el mejor amigo de su infancia había quedado tetrapléjico.
No podía sacar de su mente a ese niño moreno de ojos claros, que no paraba quieto ni un segundo, ese que corría como brisa, el mismo que se zambullía como pez en el agua, aquel que tenía tantos sueños que cumplir, los cuales me repetía siempre que nos veíamos. ¿Cómo iba ahora él a cumplirlos?
Al día siguiente fue a visitarlo al hospital, lo veía raro, pero no físicamente, sino diferente respecto a carácter. Se le notaba distante y frío, ya no era aquel que sacaba una sonrisa por cualquier cosa en todo momento. Pero no podía quedarse callada, viendo cómo lo estaba pasando mal, y se atrevió a preguntarle” ¿Cómo estás? ¿Qué te pasa?”.
A lo que él  respondió que su vida ya no servía para nada, y fue cuando Gabriela le dijo: ¿dónde quedó ese muchacho luchador que quería cumplir los sueños de su vida? No obtuvo respuesta, sólo notaba cómo su mirada triste bajaba hacía sus brazos y piernas.
Esa noche, no podía dormir tranquila, cada vez que cerraba los ojos le venía a la mente Raúl, su mirada triste bajando lentamente, sus risas, sus ganas de vivir contagiosas… Por lo que no podía dejar que lo sucedido le quitara esa sonrisa y esas ganas de vivir, así que se pasó toda la noche en vela pensando cómo ayudarlo.
Pasaron un par de días, y Raúl ya estaba nuevamente en su casa. En cuánto se enteró Gabriela de que volvió, fue a visitarlo. Le abrió la puerta su hermana Carla, que no era muy de su agrado, pero no siempre llueve a gusto de todos. Recorrió el gran pasillo que estaba más oscuro, o esa era su impresión. Entró a la habitación y allí se encontraba Raúl, igual que en el hospital pero había cambiado algo, ya lo notaba un poco más hecho a la realidad.
Nada más saludarlo, empezó a buscarle ropa de abrigo en sus armarios y llamó a Carla para que la ayudara a vestirlo. Cuando acabaron, lo subieron en una silla que les había proporcionado el hospital y marcharon a cumplir su sueño, escribir un libro, sentado en un parque infantil, donde los niños corrieran y gritaran de alegría. Al estar allí, sacó lápiz y papel y le dijo que iban a escribir la novela que siempre había deseado editar.
No sabía lo que le iba a decir, no sabía si reír o llorar, si creerla o no creerla… Pero al fin, exteriorizó  la misma sonrisa de siempre, la sonrisa que significaba esperanza.
Comenzó a decirle lo que debía escribir, y sin levantar la mirada del papel, Gabriela anotaba lo que él le iba diciendo.
Al cabo de algunas semanas redactando la historia de Raúl, empezó a notar cómo se transformaba en la misma persona que ella conocía. Se convirtió en unas de sus tareas diarias durante ese par de meses que tardaron en escribir la novela.
Cuando concluyeron, Raúl miró a Gabriela y le dijo una de sus típicas frases: “Gabriela, amiga, vive tu vida, que ésta es como las naranjas, hay que sacarles el jugo a tiempo”.
Ella le sonrió, y le dio un fuerte abrazo. En ese tiempo Gabriela y Raúl aprendieron que los verdaderos amigos existen.
Isabel María Alonso, 1º de Bachillerato (Ciencias Naturales)

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