Nos encontrábamos en el asedio de Estocolmo, en la temporada en que estuve formando parte del regimiento de caballería a las órdenes de nuestro emperador Napoleón Bonaparte.
Era una mañana fría del gélido invierno sueco que calaba hasta los huesos. La ciudad estaba amurallada y fuertemente defendida. Cuando accedimos a ella y acabamos con su resistencia, entré en la catedral donde encontré a una hermosa muchacha detrás del altar, escondiéndose de la batalla. Me quedé extasiado admirando sus delicados rasgos. Una brecha en el techo a causa de un cañonazo permitía que pasara un haz de luz que llegaba a su rostro haciéndola aún más bella. Llevaba un precioso vestido que resaltaba su linda figura. Sus cabellos dorados como los botones de mi chaqueta y relucientes como la hoja de mi espada eran finos como el hilo que hilvana una rueca. En mis veinte años de vida no había visto un ser más deseable. Sus ojos verdes delataban el miedo que sentía al verme. Me acerqué a ella para tranquilizarla, cosa que no hizo más que empeorar la situación, pues salió corriendo, gritando. Un momento de duda en mi cabeza… ¿Lo había soñado? ¿Era un ángel? Al fin y al cabo estaba en una catedral.
Aquella preciosa cara nunca se borrará de mi memoria, pensé. Al llegar la noche, en la taberna durante la celebración de nuestra gran victoria, por un instante, creí soñar de nuevo y, mientras me pellizcaba, pude contemplar a mi ángel ataviada de camarera en el momento en que nos preguntaba: ¿Qué queréis tomar?
Después de unas cervezas, mientras cavilaba cómo conquistarla, descubrí con asombro que era la mujer del dueño de la taberna. Me cortaron las alas sin haber aprendido a volar.
Rafael José Montesinos Hernández, 4º E.S.O. A
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