«Ya basta. Fueron sus ojos los de la trola, no su boca. ¡Ingenua de ti!…Aún te queda mucho por vivir», se autodebatía Eva. ¡Cuán osados nos hace el dolor!
«Por eso, ya basta…No pienses; no luches: olvida. No más lágrimas».
Ya tenía la etopeya para la clase de Ética: imbécil y ridícula.
Se odiaba a sí misma…Oh, sí, sí que lo hacía. Deseaba no tener esa, increíblemente, alabada ingenuidad suya que supuestamente la hacía tan especial.
Eva sabía que aquel inconfundible pero a la vez indirecto ``no´´ había supuesto uno de esos golpes (más bien mazazos) de la vida de los que hablaban los adultos, cuyas heridas disminuían con el tiempo. Pero tres años…Tres años eran demasiado.
Eva solo tenía dos explicaciones (coherentes ambas, e inservibles): O era demasiado débil, o aquel sentimiento la superaba en creces.
¿Pero a quién iba engañar? Mentirse no iba a ayudarla. Tenía que afrontar la realidad, y muy de frente: ya no era una niña. Se consideraba una adolescente en toda regla, a pesar de que su madurez, su no rebeldía, su perenne sonrisa imperfecta y su todo en ella, demostrasen lo contrario.
Agotada, sufrida, se dejó vencer por el sueño; la almohada empapada.
¿En qué había pensado? ¿Ella? Solo era un bicho insignificante en comparación con las otras… ¿Qué le iba a ofrecer? Nada.
Aun así, había seguido amándolo, cada vez más. Aquel nudo nunca terminaba por desaparecer. ¿Por qué tendría que verlo todos los días?
La herida seguía sangrando…a muerte. Empezaba a dudar, a perder la esperanza, las ilusiones.
«No quiero. No puedo estar sin él…Lo amo.»
Entre tinieblas, se terminó por manifestar un escenario etéreo de puro esplendor.
«Ojalá la realidad se pareciera algo a esto», se lamentaba sin cesar. Sabía que ese era su sueño.
¿Ni siquiera ahí se ahuyentaba el tormento?
Se halló sobre el picaporte de una ventana, de súbito. La altura era considerable, y la tentación, aún más.
El solo evocar su sonrisa la desgarraba profundamente. Era preferible cualquier otra tortura.
Necesitaba paz; esa paz que le había negado el destino (o el azar, o el mismo Cristo). Necesitaba dormir de verdad. Descansar, por fin.
-Es tu elección-la detuvo una voz (neutra, lejana), justo cuando empezaba a dar el paso que tenía que haber dado hace mucho.
-¿Qué? ¿Y tú quién eres?
-Indaga.
-¿Mi conciencia?
-Casi. Soy algo así como…Veamos… ¡Tu hada madrina!
-Oh, genial. Mira, este es mi sueño, mi cuento, así que, si has venido a salvarme, ya te puedes estar yendo a donde quiera de donde hayas salido- Le gustaba esa sensación: hablar con desparpajo, ser ella sin normas ni pretensiones, desahogarse sin miedo, saborear el libertinaje.
-¿Por qué piensas que te voy a salvar?
-Porque es lo que hacen las hadas madrinas, normalmente. A no ser que seas uno de esos especímenes del mundo mágico que ha mutado y viene con error de fábrica. Quizás por eso soy tan desgraciada. Sí, será eso.
-No soy ningún Pepito grillo defectuoso. Y no se trata de buscar culpables, sino soluciones.
-En resumen: que te largues.
-No. He venido a ver cómo mueres.
-¿Qué te importa si me suicido en mi pequeño mundo irreal? Y, ¿cómo sabes que…?
-Yo lo sé todo- la cortó con sarcasmo.
-Ya. Ahora también eres Dios.
-No, Eva. El enigma de mi existencia es mucho más simple. Mírame.
Ante ella se apareció una muchacha de unos dieciséis años. Tenía el pelo alborotado y ojeras de drama. Estaba en los huesos. Parecía no haber comido ni dormido en años.
-¡Eres yo!
-Sí, soy tú. Pero adelante, no quiero interrumpirte más. ¡Suicídate! Hazlo noche tras noche hasta que tu deseo explote y desees intentarlo desde tu ático en un contexto real; sigue recreándote en lo imposible; no ceses de pensar en la maravillosa vida que llevas como en algo más que una mierda.
Adelante. ¡Despierta! ¡Ten el coraje, joder! ¿De qué sirve quejarse y que nadie oiga tus lamentos?
¡Actúa de una vez! Total, nadie te quiere, nadie te necesita…Ni siquiera tu hermano pequeño. ¡Ya se las apañará! Ahora todos están durmiendo. Es el momento.
Eva se despertó, entre asustada y sudorosa.
Se dirigió a por un café. Sabía que no iba a volver a pegar ojo en lo que quedaba de noche.
La cocina estaba próxima al balcón. Se asomó, curiosa, al vacío. Sentía las palpitaciones en las sienes.
Héctor, Héctor, Héctor, Héctor… ¿Sin él nada tenía sentido?
Antes era una afirmación; ahora era una pregunta.
«A todos les llega la hora. Todos han de morir por algo, por eso es que el presente tiene un sentido. Pero, ¿morir por amor…tan loco resultaría?»
Se subió a la baranda. El mármol le acribillaba los pies descalzos, pero el frío de la noche no era mayor que el suyo propio.
«Héctor…» Evocó una vez más su rostro, el roce de su piel, el beso que nunca le había dado. «Adiós, mi amor»
El vaso se resbaló de sus manos, y para cuando el café quedó totalmente esparcido en el cemento, ya estaba resquebrajado.
Esa mancha podría haber simbolizado su sangre; los cristales, su cuerpo. Pero no lo hicieron.
A partir de entonces, el gris se extinguió. Y como en su sueño, todo, todo fue color.
Marina Jiménez Saldaña, 4º E.S.O. A
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