Aquella mañana de Agosto, Gabriela Santaella recibió la peor de las noticias, en la prensa aparecía en portada un suceso que estremecería el país: El deportista de élite, el mejor windsurfista de la historia, Raúl Miró había quedado tetrapléjico al practicar una de sus actividades preferidas, lanzarse al mar desde un acantilado. Gabriela, al leer esto, no podía ni hablar. Su piel, blanca como la cal, su boca no podía emitir ningún sonido. Unas lágrimas se derramaron sobre aquel suelo frío, ahora aún más por lo sucedido a Raúl, su hermano.
Cuando eran pequeños, en casa nunca habían ido las cosas bien. A su padre, Pedro Santaella, le gustaban la bebida, el juego y las drogas. Pero esto no era lo peor, al llegar a casa en estado de embriaguez, solía pegar a su esposa por cualquier tontería, hasta llegar a un punto en que casi la mata un día. Raúl y Gabriela estaban muy afectados por lo sucedido día tras día, la rabia se reflejaba en sus ojos, los ojos de unos niños los cuales no podían hacer nada y cuya educación se veía truncada por las adicciones de su padre.
Raúl, al ser ya mayor, no era un niño normal, tenía una madurez extraordinaria y su edad no estaba acorde con su forma de pensar, siempre había sido un niño muy avispado y muy atento. Un día en el que su padre fue de cena de empresa, Raúl, Gabriela y su madre, María, se quedaron solos en casa. Era sábado, por lo cual ni Gabriela ni Raúl tenían sueño, así que María trataba de buscar algo con lo que entretenerse. Tenía que intentar distraerlos siempre con cualquier cosa para que al estar jugando no recordaran la realidad de lo que sucedía día tras día en casa.
Jugaron y jugaron toda la noche al escondite, a la oca, al parchís, al ajedrez... pero María, al ver el reloj, comprobó que ya era muy tarde y pensó que su marido debería de estar llegando a casa, así que fue rápido a acostar a los niños que estaban agotados después de toda la tarde de juegos.
Al llegar su marido, fue directo a la cama pero, al no encender la luz para no despertar a los niños se dio un fuerte golpe en la rodilla con el marco de la puerta y allí empezó otra vez la pesadilla de todos los días. Los gritos provocados por Pedro hacia María hicieron despertar a los niños. Raúl ya estaba harto de ver cómo su padre pegaba a María día tras día, así que, tragando saliva, pegó un empujón a su padre arrojándolo por las escaleras.
Tiempo después de lo sucedido, María vivía con otro hombre, un hombre que la cuidaba y le daba lo mejor. Raúl quiso quitarse el nombre de su padre y heredar el de este hombre, porque se lo merecía por cómo cuidaba a su madre y por el amor que le daba tanto a él como a su hermana Gabriela.
Al acabar sus estudios de medicina en Granada, se fue a trabajar en un hospital en Menorca junto a Eva, una compañera de su clase con la que había entablado muy buena amistad y a la que también le habían ofrecido un puesto en el mismo centro sanitario.
Raúl, poco a poco, se fue empapando de toda la cultura de la isla, así nació su afición por el windsurf, creando incluso una escuela que compaginaba con su trabajo de Médico y con su matrimonio con Eva. Gabriela, en cambio, prefirió seguir estudiando, ya que era ocho años más pequeña, en Valor, un pueblecito en la Alpujarra granadina.
El destino los separó, y ahora, por un suceso, volverían a estar otra vez juntos. Gabriela y su madre marcharon a Menorca a ver a Raúl en cuanto se enteraron de la noticia. Raúl estaba destrozado, había estado en coma y apenas le quedaban fuerzas para hablar con su familia. Eva, su esposa, estaba destrozada; toda una vida acabada, ilusiones perdidas y planes truncados. Tan solo quedaba un pequeño rayo de luz en su vida, la esperanza de que estaba vivo, gracias a Dios, ya que, debido a la altura desde la que se había tirado, era como para no haberlo contado.
Dos años más tarde ya estaba en rehabilitación y los médicos le enseñaban a vivir una nueva vida desde una silla de ruedas. Tan solo le quedaba movilidad en cabeza y cuello, así que podéis imaginar lo que pudo ser para Raúl volver a ver la vida desde ese punto de vista, toda una vida en silla de ruedas, sin poder tocar nada, sin poder hacer un simple gesto como el de saludar a alguien...
Raúl, pese a lo fuerte que era, sufría mucho por ver a toda su familia triste. Cayó en una gran depresión, de la que ni siquiera un gabinete de psicólogos lo pudieron ayudar a salir. Cada día estaba peor, ya no aguantaba más ver reflejados el sufrimiento y la pena en los ojos de aquella humilde familia que día tras día lo cuidaban e intentaban que se adaptara a esta nueva vida.
Todos sabéis cómo acaba esta historia, una de tantas en que la gente sufre día tras día por estar en esta terrible situación, y que muchos optan por mandar todo a la mierda y dejar de sufrir y de hacer sufrir a los que tienen al lado.
Yo tan solo soy un sencillo estudiante al que le han pedido hacer un relato sobre esto, por suerte no me ha sucedido nada parecido, pero lo que sí sé es que muchos se ríen o burlan de estas personas, no necesariamente tetrapléjicas, sino con una minusvalía. Pensad que detrás de esos ojos hay una vida de obstáculos, de rechazos y de dificultades en general.
Javier Álvarez Laredo, 1º Bachillerato (Ciencias Naturales)
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