Diez años, diez largos años habían pasado desde que por última vez Mariola salió de su casa con cualquier excusa sin importancia, sin saber que no volvería a verla.
Andrea no recordaba demasiado bien a su hermana, aunque se acordaba de bastantes episodios que había pasado con ella. Por fotos, vídeos, o anécdotas que le contaban sus padres, Andrea siempre había vivido con el recuerdo de su hermana, más que con ella.
Ahora, diez años después, Andrea era toda una mujer de veinte años, alta, castaña y esbelta. Estaba estudiando periodismo, una afición que siempre había compartido con su hermana Mariola. Recordaba que, de pequeñas, solían jugar a hacer telediarios y tenían muchos vídeos de numerosas ediciones con noticias de todo tipo, desde la derrota de papá frente a Mariola jugando al parchís, hasta la comida diaria que habían ayudado a hacer a mamá.
Mariola... La verdad era que sus padres nunca le habían llegado a hablar claramente sobre ella. Cuando ocurrió “todo”, tenía apenas diez años y su entorno la mantenía al margen. Una enfermedad fue la excusa para que su hermana mayor no estuviera con ella ahora. Pero en el fondo de su ser, Andrea no se lo creía. No podía ser verdad. Mariola, la gaviota que siempre volaba alto remontándose sobre las nubes, que pasar un segundo a su lado alegraba el día a cualquiera y que siempre estaba riendo, ¿cómo podía haberse ido así sin más? ¿Cómo de la noche a la mañana una enfermedad pudo arrebatársela de su lado?
Nadie sabía con exactitud cuánto había necesitado Andrea a su hermana. Sus amigas de toda la vida siempre alardeaban de la ayuda que sus hermanos y hermanas mayores les prestaban, de los juegos, los regalos e incluso de las pequeñas peleas cotidianas que luego iban seguidas de una deliciosa reconciliación con sabor a helado de chocolate, y estaban muy orgullosas de tenerlos a su lado. No era justo, Mariola debió quedarse con ella.
Sin embargo, aquella tarde, Andrea no se quedó callada como de costumbre. No comenzó a llorar sola en su habitación preguntándose por qué su hermana no estaba. No se conformó, porque algo muy dentro de ella, le decía que Mariola no había estado enferma.
Decidida, bajó las escaleras hasta el salón, donde su padre estaba sentado al lado de la chimenea, fumando de su pipa como solía hacer cada tarde, mientras, con aire nostálgico y melancólico, leía uno de sus libros.
Desde que Mariola murió, la vida de Javier no había sido nada fácil. Cayó en depresión, y perdió su empleo, así que Estela tuvo que empezar a trabajar todo el día. Después de eso, su vida consistió en ir de médico en médico con dolencias y quejas de todo tipo, sin olvidar los innumerables psicólogos que, sin éxito, habían intentado ayudar a Javier a superar su depresión.
-Papá… -dijo Andrea con voz suave.
-¿Sí?, espero que sea importante Andrea, estoy trabajando
-¿Por qué murió Mariola?
La expresión de Javier cambió de repente. En sus ojos, se podía ver una profunda tristeza, como Andrea no la había visto nunca.
-Verás -comenzó Javier aclarándose la voz- nunca te hemos dicho la verdad acerca de tu hermana, pero creo que es hora de que alguien te la cuente.
Aquella tarde, Javier le explicó con detalle el porqué de la falta de Mariola, desde aquella mañana de pesca en la que la pequeña le mencionó aquel cementerio de gaviotas, hasta la última vez que la vieron, pasando por Dani y todos los problemas que acarreó.
-Y… ¿qué dijo la autopsia? -dijo Andrea con voz temblorosa. En realidad no sabía si quería saberlo, pero tenía que preguntar.
-Una sobredosis. Pero la causa de la muerte fue el impacto. Tu hermana murió en el acto, sin dolor, en el acantilado de los vientos.
Sin pensarlo, Andrea cogió el coche y, sin importarle demasiado lo demás, se dirigió a aquel acantilado, que había sido testigo de los últimos momentos de Mariola con vida.
Cuando llegó, se sentó cerca del borde, e inspiró la brisa marina que movía las gaviotas como el vaivén de un péndulo. Sentía una presión en el pecho que no hacía más que traer amagos de lágrimas a sus ojos, pero no podía llorar.
Se levantó, y como por instinto quizá, se dirigió a una cabaña ruinosa que había cerca del acantilado. Admiró las paredes de madera, desgastadas por el tiempo, y pudo observar que en el suelo había jeringuillas. Al lado de ellas, un papel doblado, que a Andrea le pareció arrancado de una libreta. Al abrirlo, pudo leer:
Querida Andrea:
Si estás leyendo esto supongo que ya estaré muy lejos. Estas palabras no significan una despedida, ya que espero reencontrarme contigo algún día, pero, como ya sabes, todo lo que no digo a través de mis labios se me da mejor decirlo bolígrafo en mano. Y ahora que sé que ya no estoy a tu lado cada día como hasta hace poco, quiero que sepas todas y cada una de esas pequeñas cosas que nunca te dije.
Cada segundo a tu lado es maravilloso, tanto para mí como para todos los que te rodean habitualmente. Con esos juegos llenos de imaginación que me regalas cada día, haces que cada instante contigo se convierta en un recuerdo digno de guardar en esa cajita que siempre tienes a mano. Eres especial, Andrea, y quiero que aprendas a comprenderlo.
Me encanta pasarme horas observándote dormir; tienes exactamente ciento veinte pecas en las mejillas, cada cual más bonita que la anterior; adoro cómo te recoges el pelo dejando algunos pequeños rizos sueltos sobre la cara; me encanta cómo tus mejillas se sonrojan cuando alguien te dice que has hecho algo bien…
Sé que esto es algo muy duro para las dos, para todos en general, pero quiero que seas fuerte. Tenemos que pensar que la distancia, en nuestro caso, no creará olvido. Siempre que me necesites, vuelve a leer esto. Estoy en cada una de estas palabras, para ti. Y recuérdame, tanto a mí como a todos nuestros momentos, porque fueron reales, te lo aseguro.
Sé que, esté donde esté, te echaré de menos. Te quiero como siempre hice y como siempre haré.
Hasta la próxima, pequeña.
Mariola.
Y así, con el alma tranquila, y apretando contra su pecho aquel papel, que su hermana había escrito para ella y sólo para ella, y pensando en la suerte que tenía de tener una hermana así, se dio cuenta de la realidad. Mariola nunca la había abandonado. Siempre había estado con ella, a su lado.
Y, en silencio, Andrea echó a llorar.
Elia Giménez Samblás (1º Bachillerato)
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