Cuentan
los mitos que fue Zeus, dios del Olimpo, quien provocó aquel diluvio que inundó
nuestro mundo hasta el pico más alto salvando sólo a Prometeo y su familia, los
únicos que realmente complacieron a los dioses y no se dieron al vicio y la
vida sin preocupaciones olvidándose por completo de a quién debían agradecérselo.
¿Qué
hizo Zeus con aquellos que creó y no le dieron lo que él esperaba?
¿Quién es
Zeus sino un simple dios?
¿Y qué es un dios?
Un dios no es más que la unión de
las almas que él mismo necesita y, que si no le dan lo que pretende, decide o
no deshacerse de ellas.
Por lo tanto, ¿qué somos nosotros?
Nosotros somos
nuestros propios y únicos dioses en realidad; los que, si no somos capaces de
crear en nuestro interior lo que nos llene y complazca, tenemos el poder de
destruir todo a nuestro paso y quedarnos solos, o discernir nuestros propios
sentimientos e inundar aquellos que nos oprimen el pecho y nos impiden respirar.
Resuena
el llanto del recién nacido.
Resuena
el placer en la garganta
de
los que se entregaron al vicio.
Resuena
el silencio,
lienzo
en blanco infestado de oportunidades
heredado
de aquella lluvia mortífera.
A lo
lejos aún se las escucha,
voces
de las musas que están escribiendo esto.
Voces
que se ahogan
tras
de los gritos moribundos
de
los que celebran el libertinaje;
desagradecidos.
Así
como el ave fénix renace de sus cenizas
ellos
provocan su destrucción y recreación.
Así
es como quieren ser.
mireya issa morel, 1º sh
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