Irina era una chica alta, rubia y de grandes ojos azules. Era una señorita distinguida en todo el pueblo. No había ni un solo chico que se resistiera a su belleza. Uno de ellos era Eleazar, un chico también alto, moreno y de ojos verde esmeralda.
Irina era de clase social alta, mientras que su admirador era tan sólo un plebeyo.
Era 12 de enero, el pueblo estaba nevado y se acercaban las fiestas. Todo era un vaivén de personas que iban de un lado a otro. No podía faltar ni el más mínimo detalle, ya que ese año era especial. El padre de Irina iba a pasar a ser el máximo mandatario de las cortes generales.
Cual fue la sorpresa de Eleazar cuando supo que tenía que llevar a casa de Irina los arreglos florales que habían confeccionado las señoras del pueblo.
–Adelante, pasen– gritó una voz ronca desde el interior de la casa.
–Hola, buenos días– contestó el chico al ama de llaves, Julia.
Sin más demora, Eleazar y los otros jóvenes se pusieron a trabajar, cuando, de repente, Irina pasó corriendo. El chico se quedó anonadado, pero enseguida se percató de que algo no iba bien y, a pesar de que se les había prohibido moverse de allí hasta que no terminasen el trabajo, se levantó y fue en busca de Irina. La encontró enfadada en la sala de estar.
–Perdone, señorita Irina, ¿está usted bien?
–Sí, Eleazar, gracias, ¿puede irse si es tan amable?
Eleazar hizo caso omiso a la invitación de Irina de abandonar la estancia y prosiguió.
–No me marcharé hasta que no me diga qué le ha pasado con su padre.
–¿Cómo sabe que estoy enfadada con mi padre?– contestó Irina.
–No lo sabía, –dijo sonriendo–, pero…, ahora ya estoy más cerca de usted.
Irina rompió a llorar y buscó un hombro para consolarse. Ella le contó que su padre pretendía mandarla a un internado del país vecino porque, según él, era una chica muy rebelde y no hacía caso de nada de lo que se le decía. En ese momento, Irina miró fijamente a Eleazar y no lo encontró como un simple chico del pueblo, sintió algo más intenso. El joven la miraba embelesado; ahora la conexión era mutua, y sin pensárselo dos veces ella lo besó. Eleazar se quedó petrificado, pero aún así la correspondió.
–Eres el único que me comprende –dijo Irina– te quiero.
–Y yo– añadió Eleazar repentinamente emocionado.
La vida les había hecho descubrir que el amor existía de verdad. No era una utopía propia de películas pero había ciertas complicaciones. ¡Una chica de la posición de Irina con un plebeyo! La gente lo vería como una aberración y, por eso, se veían a escondidas. Eleazar iba todos los días a casa de Irina aprovechando la excusa de los preparativos del ascenso del padre de su amada.
Nunca se lo habría imaginado. De todos los chicos del pueblo, Irina lo había escogido a él y la felicidad de ella no era menor, se había dado cuenta de que Eleazar era la parte que faltaba en su vida.
Llegó la esperada noche, la noche del nombramiento. Irina estaba arreglando su dormitorio cuando alguien tocó a la puerta. Era su padre.
–Irina, ¿todo bien?
–Sí, padre, ¿por qué lo dices?
–Seré directo. En el pueblo se comenta que te han visto con un plebeyo, ¿es eso cierto?
–Ni hablar, padre. Esa gente está aburrida y no sabe qué inventar.
Su padre salió de la habitación e Irina siguió acicalándose. A los cinco minutos, alguien volvió a tocar.
–Padre, ¿qué quieres ahora?
–Soy yo, Irina, abre la puerta, rápido.
–¡Ah! Eleazar, sí, ahora mismo.
La chica abrió la puerta y Eleazar dijo al entrar:
–¿Por qué me has llamado padre?
Irina le contó a su amado la charla que había tenido con su padre diez minutos atrás. Eleazar se preocupó.
–La gente empieza a sospechar, pero yo quiero estar contigo.
–Yo también, Irina. Tenemos que hacer algo juntos. Mejor que esta noche en la celebración no nos vean mucho juntos, después pensaremos un plan.
–Sí, será lo más sensato.
Acto seguido se besaron por última vez esa noche, pero, en ese preciso instante, entró en el dormitorio Julia, el ama de llaves, y los vio.
–¡Julia, Julia, detente!– gritaba Irina por las escaleras.
–¡Señor, señor! ¿Dónde se encuentra?
El padre de Irina salió del despacho y el ama de llaves le contó lo que había visto.
–Padre, es mentira. ¡Esta mujer está loca!
–Señor, lo he visto con mis propios ojos.
El padre de Irina empezó a enfurecerse. Era demasiada casualidad que ya hubiera oído lo mismo dos veces.
–¡Irina, dime ahora mismo la verdad!– gritó a su hija.
–Padre, ya te he dicho que todo es mentira.
La joven se fue corriendo a su habitación. Eleazar estaba escondido debajo de la cama.
–¿Qué ha pasado?
–La maldita Julia le ha contado todo a padre. Yo le he dicho que no es cierto pero no sé si ha colado.
–Irina, tengo que salir de aquí. ¿Puedo bajar por la ventana?
–Está muy alta, ten cuidado por favor.
–No te preocupes, luego nos vemos, te quiero.
Pero no iba a ser tan fácil…
–¡Irina! ¿Con quién estás hablando?– su padre entró hecho una furia.
–Con nadie padre. ¡Qué tonterías dices!
El hombre se asomó a la ventana y descubrió a Eleazar con los dedos en el alféizar a punto de caerse desde seis metros de altura. Se volvió, arrancó una pequeña puerta de la mesilla de noche y se dirigió a la ventana.
–Padre, ¿qué haces? ¡Para, por favor!
Su padre no le hizo caso y golpeó los dedos de Eleazar para que éste cayera. Y desgraciadamente así fue. El joven plebeyo no volvió a abrir los ojos nunca más.
Irina cogió una lámpara, golpeó a su padre para que se quitara de la ventana y miró como Eleazar yacía sin vida a seis metros por debajo de ella. La chica subió al alféizar y dijo dos palabras:
–Adiós, padre–, y seguidamente se lanzó al vacío.
El hombre se quedó sin habla. Su hija se había dado muerte delante de sus ojos. Asomó con miedo la cabeza por la ventana, y observó cómo yacían los cuerpos sin vida de dos personas que se habían amado hasta la muerte bajo el manto estrellado de una gélida noche invernal.
Yeray Escribano Flores, 4º E.S.O. B
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