martes, 20 de diciembre de 2011

Fantasías


Cuenta la leyenda que hace muchos años, en el país de Agua Clara,  nació una princesa tan bella que incluso las mismas estrellas se inclinaban de noche a contemplar la luz de sus ojos y el candor de su sonrisa. La princesa siempre vivía embelesada en sus sueños y fantasías, esperando a que llegara el amor que tanto ansiaba.
Un buen día, cuando salía a canturrear con los pájaros del bosque que por allí habitaban, se tropezó con un joven que, enseguida, quedó prendado por su hermosura. Mas, al contrario que tantos otros pretendientes, este quería ver más allá de esa mirada azul.
El muchacho, un humilde servidor, le propuso a la princesa un juego para pasar el rato: contemplarse en silencio e intentar adivinar las virtudes y los defectos de cada uno. La princesa aceptó, entre curiosa y divertida; quería ver con qué nuevo truco iban a sorprenderla esta vez.
A la sombra de un majestuoso abeto, el lugar preferido de la princesa, los dos se sentaron, y entre risas cantarinas intentaron descifrar qué era lo que ocultaba el rostro ajeno; sus pasiones, sus miedos…
Después de pasar varias horas juntos, la princesa comprendió que no quería volver a separarse de aquel joven, que con tanta naturalidad le alegraba la existencia; había salido sin rumbo fijo, y había encontrado el amor.
Así pasaron varios años, sin un día en el que no se vieran al menos un minuto. El vínculo era tan fuerte, que ahora hasta la luna bajaba de vez en cuando a contemplarlos.
Pero, la felicidad…, dura poco. El joven campesino llegó un día absolutamente consternado: lo habían destinado a la guerra. A pesar de que amaba a la princesa con toda su alma, no podía desistir de cumplir con su deber. La princesa juró que lo aguardaría eternamente, pues solo él sabría dónde encontrarla.
El día de la partida, la voz se corrió por todo el reino. La princesa tenía mucho que hacer. Primero, construyó unas murallas prácticamente indestructibles en torno a su corazón; después, puso centinelas bien armados y dispuestos en cada esquina; la tercera barrera, era un laberinto; la cuarta, un armazón de cristal.
El primer necio que intentó llegar hasta ella, se encontró con los fuertes muros, e intentó traspasarlos con todo lo que a su alcance estaba. Consiguió abrir un boquete, pero ello le había llevado demasiado tiempo, y agrandarlo le iba a costar mucho más. Una voz pusilánime le preguntó: ¿Qué busca aquí dentro, señor? A lo que el necio contestó: Una princesa que aguarda el amor. Y la voz rectificó: Ni yo soy ya princesa, ni aguardo yo el amor; hace mucho lo encontré, y ahora finjo que estoy viva mientras espero a que a mí regrese. Siendo así, el necio se giró en redondo, y se fue.
El segundo era astuto, pero de pobres proporciones. Cavó un túnel bajo tierra y cruzó la primera barrera. Sin embargo, nada más levantar cabeza, los soldados lo descubrieron e iban a acabar con él, pero antes de hacerlo, la misma voz le preguntó: ¿Qué busca aquí dentro, señor? El astuto contestó: Respuestas; quiero saber qué se esconde tras esta fortaleza. La voz dijo ahora: Yo te alivio tus dudas, pues has de saber que aquí solo estoy yo, o al menos lo que de mí queda. No hay tesoros, y se esfumó mi belleza, pues las lágrimas me han dejado la piel seca. El astuto fue perdonado por los guardias; nunca más osó acercarse a aquel lugar.
El tercero era un bravucón intimidante, pero de poco seso. Aprovechó el hoyo cavado por el caballero astuto y, al cruzar la muralla, derribó a todos los soldados de un solo golpe. A pesar del logro, que le proporcionó una repentina euforia, se encontró con un laberinto interminable y agotador. Ya estaba el bravo aturdido y muy lastimado, pues llevaba varios días intentando encontrar una salida, cuando la voz le preguntó: ¿Qué busca aquí dentro, señor? El bravo contestó: A la mujer que necesita alguien como yo. La voz rectificó: Lo que hay más adelante no es una mujer, ni un hombre, ni un ser; es algo que ha perdido toda esencia e identidad; por lo tanto, no necesita nada más que vuelva el causante de tal espantoso dolor, pues solo en sus manos está el remedio a tanta tristeza. Muy decepcionado, el bravo se abrió paso a través del laberinto, que se había abierto para mostrarle el camino de vuelta.
Así pasaron muchos años, y ninguno consiguió llegar hasta la princesa.
Un día de sol, el joven campesino regresó, y fue consciente de hasta qué punto su confianza había sido bien depositada.
Se acercó, pesaroso por el aire melancólico que allí se percibía, e intentó reflexionar sobre la situación: él no era todo lo persistente que quisiera, ni todo lo inteligente que podría llegar a ser, ni todo lo fuerte que necesitaba para llegar hasta su objetivo. No tenía, a simple vista, ninguna cualidad aparente, salvo aquellas que la princesa le había hecho ver en su día:
-Tú eres completamente distinto a los demás; eres sincero, y tu alma es tan pura y transparente como el agua. Por eso sé que nuestras almas son un puzzle, y que siempre seré tuya, aun en la muerte.
El joven confió en sí mismo; no sabía cómo, pero tenía que recuperar lo perdido. Se sentó frente a las murallas, cerró los ojos y se dispuso a esperar, esperar, esperar, esperar…
Varios días transcurrieron, hasta que la voz le preguntó: ¿Qué busca aquí, señor? El campesino contestó: Me busco a mí, o al menos, a esa parte de mi alma que hace tiempo aquí dejé abandonada.
La princesa al escuchar la contestación enseguida supo de quién se trataba, mas habían transcurrido tantos años de reclusión y aislamiento, que ahora no sabía cómo salir de su propio escondite. Así pues, guardó silencio.
El joven, frustrado, trató de entender lo que ocurría, y como guiado por un impulso, situó sus manos sobre la fría piedra y comenzó a hablar:
-No ha habido noche, ni día, en que no te tuviera presente entre tanta agonía.
Al pronunciar estas palabras, las murallas se empezaron a desintegrar. Dos lágrimas recorrieron el rostro del campesino, que intentaba recordar cuánta amargura había padecido hasta poder al fin, volver junto a ella y hacerla feliz.
-No había norte, ni sur, ni este ni oeste; no había oxígeno que respirar; los minutos no eran minutos; las horas no eran horas sin aquel, de mi sueño, tu mirar.
Al escuchar tal confesión, los soldados se arrodillaron y lo dejaron pasar.
-Y ahora que tan cerca te tengo, que tan cerca se encuentra mi aliento del tuyo, siento que vuelvo a respirar.
El laberinto se hizo ceniza y se abrió una ancha vereda que conducía a la última de las barreras: el armazón de cristal tras el cual se hallaba su amada.
-Te quiero.
Sus mágicas palabras derritieron el cristal como si fuese hielo.
El joven divisó, al final de un extenso camino, a la joven sentada en una hamaca sin levantar la cabeza, y avanzó hacia ella todo lo deprisa que pudo, situándose a dos metros de su figura. Lentamente, la princesa alzó la vista, y sus preciosos ojos azules de antaño estaban  cubiertos de tiernas lágrimas.
Ambos habían envejecido, pero, bajo las arrugas, contemplaron los mismos miedos, las mismas pasiones…que aquella tarde bajo el abeto.
Marina Jiménez Saldaña (1º Bachillerato)

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