domingo, 14 de noviembre de 2010

Hoy a las 24:00



El timbre está sonando, pero ella no quiere abrir… Tiene miedo.
Se ha decidido por fin… El castigo podría lastimar a su pequeño.
-No lo hagas.- La aconsejó. Pero está demasiado lejos. No me escucha… No me oye.
Gira las llaves, temblorosa, y el huracán entra en casa.
Padre la empuja, de nuevo ebrio y malhumorado. Ella cae al suelo. Gime. Se ha hecho daño.
Entre gritos y palabras que no puedo entender, agarra sus cabellos y la arrastra al lecho sin conmiseraciones.
No, por favor…
Apenas la conozco. Solo sé que sus manos son suaves y delicadas; que su voz es dulce y melodiosa… Pero no quiero que sufra.
Ella se niega, forcejea, intenta protegerme… Ambos sabemos que no sirve de nada. Él es más fuerte, más “hombre”.
-¡Cállate, puta!- dice Padre tapándole la boca. Ella está llorando. Quiero ayudarla, pero no puedo.
Estoy preso de un cordón que me alimenta y de un cuerpo que me aísla del mundo exterior.
La impotencia es asfixiante; el dolor hondo y punzante. Su amargura también es la mía.
Madre aprieta los dientes y muerde la mano del desgraciado que intenta violarla. Por un momento logra quitárselo de encima, y corre como nunca antes, pero pesa demasiado.
-¡Dios mío, ayúdala! ¡Ayúdala, por favor!
La ha alcanzado, y no la lleva de vuelta a la cama… Esta vez está enfadado de verdad.
Entramos en la cocina. Madre no cesa de gritar. Ruega por mí, no por ella.
Padre coge el cuchillo. En su cara puedo imaginar una sonrisa torcida, macabra.
Se aproxima lentamente hacia nosotros para darle emoción al juego. Su adrenalina crece, y madre retrocede, pero la repisa le impide huir.
El mal nacido que no merece el nombre de Padre, repasa con la hoja afilada su ovalada silueta.
La amenaza, y ella cede a complacer sus impulsos masculinos, pero no abandona el cuchillo.
Aprieto las manos. Se está muy bien aquí adentro, pero yo quiero salir ya, ahora.
-¡Suéltala, cabrón! ¡No te ha hecho nada!
Quiero saltar a su rostro y arrancarle los ojos, la piel a tiras. Quiero matarlo, sí, pero apenas soy un bulto mal formado.
Madre empieza a sangrar.
-Ya voy. Aguanta.- La intento consolar. Ahora sí, ¡me ha sentido!
Pero… No parece muy contenta. Me pide que espere. Este no es el momento.
-No. Te salvaré.
Padre ha dejado de forzar sus vergüenzas. Ahora la está golpeando. Una. Dos. Tres bofetadas… Y no tiene bastante. Va a buscar la correa.
En medio de los latigazos, Madre se está desangrando. Me acaricia hasta en sus últimos momentos.
-¡Para, hijo de puta! ¡Basta ya! ¡Déjala!
Mi rabia y mi ira no son suficientes para detener al huracán.
Las fuerzas me fallan. Es como si me estuviera apagando. ¿Esto es nacer?
-¡NOOOOOO!
Madre está cerrando los ojos. Su pulso se desvanece, al igual que el mío. Se abandona por completo.
Ya no le queda nada por lo que luchar.
Pero él la sigue golpeando, sigue riendo. Está ciego de alcohol y crueldad.
-Te odio.
Es lo único que siento: odio…, y un infinito pesar. Ella se ha ido.
No alcanzo a ver la luz, y sé que nunca veré el rostro maltratado de mi ángel susurrador, porque, me desvanezco…
Me has matado a mí. La has matado a ella. Y lo peor es que no voy a poder vengarla; cobrarme todas sus lágrimas.
Nunca podré tomar el primer biberón, ir al colegio, tener coche, enamorarme o envejecer.
-Te odio.
Alguien me tiende una mano. Parece que es Madre, desde un lugar que resplandece. Por fin está feliz.
-No me dejes. Llévame contigo.
Marina Jiménez Saldaña, 4º E.S.O. A

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