¡Otra vez la dichosa notita en mi mesa! Sus buenos días y sus indicaciones sobre lo que tengo que hacer esta mañana mientras él va a visitar a los agricultores. ¡Qué pesado es! ¡Como si yo, después de cuatro años en la empresa no supiera cómo organizar el trabajo en su ausencia! ¿Pues, no soy yo un tesoro? ¿No soy yo la mejor de la oficina con diferencia? ¿No soy un portento de la informática y la única capaz de tomar brillantes decisiones en momentos críticos? ¿No soy yo su mano derecha? Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Confías o no confías en mí, querido jefe? Eres tan considerado conmigo que me aburres. Ya sé que es tu forma de ser, que te desvives por todos los trabajadores de esta empresa, que eres muy humano y siempre tienes en cuenta nuestras situaciones personales y eres comprensivo y nos dejas que nos ausentemos de la oficina cuando alguna situación familiar es delicada y necesitamos hacernos cargo de ella. No se te ocurre decir que eso va a cargo de nuestras vacaciones. Es cierto que aquí se respira buen rollo y eso te lo debemos a ti. Todo esto es verdad, pero no aguanto tanta delicadeza conmigo, no acabo de entenderla.
Desde que llegué a esta casa me fichaste y no paraste hasta ofrecerme el puesto de tu secretaria personal, mucho mejor remunerado que el de simple administrativa. Trabajamos codo con codo y los dos formamos un buen equipo. Los dos somos ágiles y resolutivos. Pero cuando intentas pasar a terrenos personales, a preguntarme por mis aficiones o por lo que he hecho el fin de semana, me dan ganas de bostezar y no entiendo tanto interés por mí. Soy solo tu secretaria, a mis amigos los elijo yo.
Un día me descolocaste. Fue cuando te dije que a tu hija, a la que siempre me has dicho que te recuerdo, la debías de tener frita si le hacías tantas preguntas como a mí. Te quedaste completamente en silencio y me pareció ver unas lágrimas contenidas en tus ojos. Me diste lástima. Eras como un niño lastimado. Pensé: “he metido la pata, seguro”. “¿Qué le pasará a Enrique con su hija?” Me faltó tiempo para ir a la sala de espera y preguntarle a la recepcionista que conoce las historias de todo el mundo. Entonces fue cuando me enteré de que tu única hija, a la que adorabas, con la que compartías ratos de conversación sobre montones de asuntos y por la que te desvivías asumiendo el papel de padre y madre, esa niña se fue transformando poco a poco en una desconocida en sus años adolescentes y acabó abandonándote cuando cumplió la mayoría de edad y se marchó a Londres con un músico callejero del que se había enamorado, y había dejado colgada una prometedora carrera universitaria que había comenzado con notas excelentes. También me enteré de que tu mujer sufre un trastorno de bipolaridad desde hace quince años y de que si seguís juntos es porque nadie, ni los miembros de su propia familia, están dispuestos a hacerse cargo de ella. ¡Quién lo diría de Lola, con la buena pinta que tiene y lo encantadora que parece cuando viene a la oficina…!
Pero bueno, todo el mundo tiene problemas, no eres tú el único, y a mí me molesta verte con tu calva y tu barriga cervecera. Tienes que estar más salío que el rabo un cazo. En vez de perder el tiempo conmigo, regalándome autoestima, que no necesito, vete a un puticlub y cuéntale tus miserias a una tía buena que te dé caña, que es lo que estás necesitando. O si no, apáñate tú solito que te sale más barato y no tienes que gastarte en condones. Yo soy muy burra y a mí tus galanterías me dan grima. No me atrevo a ser descortés contigo porque tengo que verte todos los días y eres mi jefe, aunque ahora que lo pienso… Desde hace tiempo estás empeñado en que me prepare unas oposiciones. Tú mismo me has traído las bases y el temario. Dices que puedo sacarlas con éxito sin problemas y si lo consigo, ascenderé de categoría. Ya no tendré que trabajar codo a codo contigo… ¡Me estás poniendo en bandeja mi libertad…! No te entiendo, Enrique, eres contradictorio. Demasiado noble para mí. No me lo creo. Seguro que ocultas algún as bajo la manga.
A mí me gusta la gente que va de frente y que es más normalita. Por ejemplo, el otro día empecé a salir con Sergio, mi compañero del gimnasio. Está buenísimo, ni calvo ni barrigón, un tío cachas con aire chulesco, como los que a mí me ponen. Estuvimos de copas, y a mí se me fue la olla y me tragué seis cubatas y rematé con un whisky doble. Se me puso el cuerpo fatal. La cabeza me daba vueltas y acabé vomitando encima de mi churri. Cuando él vio cómo le había puesto la camisa, los pantalones y las deportivas de firma, me pegó una bofetada para que volviera a mi ser y se fue a cambiarse. Yo me quedé sola y acostada en un banco del parque, hasta que volvió a aparecer a la hora. Me agarró del hombro y me llevó casi a rastras a mi casa. En el rellano de la escalera, con las luces apagadas, me hizo el amor en un instante. Yo apenas me enteré porque iba ciega, pero me gustó su fuerza, su dominio sobre mí. A él lo entiendo, pero a ti no, y lo que no entiendo lo quiero lejos de mí.
Lola debe de ser parecida a mí. Pilar, la recepcionista, también me ha contado que cuando os conocisteis, le escribiste una carta de amor, creo que un poema de Bécquer, con una tinta horrible marrón. A ella no le gustó nada. Después se enteró de que la tinta de tu pluma, con la que le habías escrito, era tu propia sangre. Otra vez, estando de viaje por asuntos laborales, fuiste a una joyería para comprarle a Lola un collar de perlas. El vendedor te aconsejó que escogieras uno de perlas grises, más originales y más caras y tú no dudaste en llevárselo. Cuando Lola abrió el regalo y se encontró con un collar de perlas que no eran blancas, mostró su descontento sin disimulos y no te agradeció tu presente. ¿No sabías tú de sobra que las perlas que a ella le gustaban eran blancas y no grises? Las grises no las quería. Escondió el collar, nunca se lo puso, y acabó regalándoselo a la chica que limpiaba en casa.
Yo comprendo a Lola. Donde se ponga un collar blanco de perlas que se quiten los grises. ¿Qué es eso de que era más original? El vendedor no sabía cómo quitarse esa birria de en medio, te vio cara de gilipollas y dijo: “A este se lo endilgo”. La verdad es que no tenéis nada que ver Lola y tú. A lo mejor se ha vuelto bipolar de tanto aguantarte.
Bien, el trabajo pendiente ya está terminado. Cuando estoy sola voy más rápido.
Acabo de volver del aseo y me he encontrado sobre la mesa una caja con verduras y otra con aceite selecto. Un obsequio de Enrique. Nunca se olvida de mí cuando le hacen algún regalo en sus visitas a las cooperativas. Ahora tendré que darle las gracias, ¡con lo poco que me gusta a mí agradecer nada sobre todo cuando yo no lo he pedido! ¡Llévate todo a tu casa que no aguanto los pimientos ni las berenjenas…!
-¡Hola, Enrique! ¿Qué tal el día? Aquí tienes todo solucionado. Muchas gracias por tus verduras y por el aceite tan rico. Hoy me voy a hacer una ensalada y me la voy a comer a tu salud.
¿Sabes? Creo que voy a hacerte caso y a prepararme las oposiciones. ¡Qué haría yo sin ti! Eres mi benefactor. Un amigo, más que un jefe. Bueno, ya es hora de irse. ¡Hasta mañana!
Gloria Langle Molina
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