Allí estaba solo, como de costumbre, sentado como si de un monarca se tratase, en un gran y antiguo sillón de terciopelo con un color sangre tan vivo y apasionado que contrastaba totalmente con su rostro, pálido y desgastado por la vejez. Sostenía entre sus manos, de dedos huesudos y peludos y uñas largas, una copa de vino, quizás el mejor de toda su bodega. Mantenía su mirada fija, en esa ventana, la que más destacaba de todo su inmenso comedor, adornado, si es que se le podía llamar así, por candelabros con unas velas medio derretidas que eran en ese momento su única fuente de luz sin contar aquella hermosa luna llena que relucía más que cualquier bella mujer que pudiese haber contemplado aquella persona consumida. De la pared de aquel comedor colgaban grandes retratos de antepasados suyos, con una vestimenta lujosa, propia de un noble, algunos portaban las mejores espadas de su época, las mujeres, unas joyas tan brillantes como el mismo fuego brillando en la hoguera de la chimenea de piedra que daba calor a su lado derecho. Aquel cielo estaba también bañado por un mar de estrellas luminosas, que acompañaban a la preciosa luna. Todo esto hacía del firmamento un formidable espectáculo digno de contemplar, quizás por eso posase allí sus profundos y rojizos ojos. Lentamente se levantó de su asiento, y se dispuso a caminar hacia la ventana, apoyando los brazos en la cornisa, volvió a observar el cielo, y una lágrima descendió de su ojo hasta la barbilla, reteniéndose unos segundos hasta caer al suelo. Instantes después bajó lentamente unas escaleras de caracol hechas de madera de roble hasta unos pisos inferiores de su mansión. Había un completo silencio todas las noches, quizás fuese porque no tenía a nadie, quizás porque su corazón ya no podía pronunciar palabra.
¿Quién lo iba a saber? Al fin y al cabo, solo era un hombre solitario y resentido por su amargo destino. Cuando terminó de bajar los escalones, llegó a un gran pasillo donde iba encendiendo antorchas a su paso para que le fueran iluminando unos cuantos metros más adelante, hasta llegar a una puerta un poco oxidada y de madera estropeada, al parecer por el tiempo. Abrió con llave la puerta y se dispuso a pasar. Era una habitación bastante chica en comparación con las demás de la mansión, tenía una mesa redonda en medio y las paredes las cubrían unas estanterías llenas de libros. Cogió un libro determinado, ya que al parecer estuvo un rato buscando. Era una especie de diario bastante extenso, aparto el polvo de la carcasa y se sentó en una silla enfrente de la mesa. Destapó el libro por casi el final y comenzó a leer:
20 de Mayo, 1543 Valaquia
Irina no muestra mejora en su salud, sigue con una elevada fiebre y múltiples escalofríos, sus síntomas de peste han alarmado al pueblo y ya vinieron hace unas horas a intentar llevársela a la hoguera, por suerte mis guardias todavía no están en nuestra contra y los han ahuyentado. Llevamos días y días intentando buscar una cura y cada vez la espera se hace más y más desesperante, ¿qué haré si le pasa algo a mi querida Irina? Anoche estuve maquinando y lo decidí: mañana mismo partiré en busca de un remedio para su enfermedad. Aguanta querida, volverás a recuperar tus energías.
30 de Mayo, 1543 Valaquia
No le he podido dedicar tiempo al diario hasta hoy, he despertado misteriosamente otra vez cerca de casa, ¿cómo puede ser? ¿Habré dado la vuelta sin querer?, solo sé que anoche, sentí algo extraño antes de dormir, y aquí he despertado. Tendré que volver a mi hogar, y esperar a que Irina se haya recuperado por sí misma...
1 de Junio, 1543 Valaquia
Hoy llegué a la mansión por la noche, Irina ha muerto. Me desplomé en mi sillón de terciopelo rojo y me dediqué a mirar la hermosa luna que relucía aquella noche, mientras mares de lágrimas se derramaban por mi cara mojando toda mi vestimenta de viaje. Aquella luna se podía comparar a la belleza de mi querida Irina, pero era solo una simple luna, quizás nunca volvería a alzarse tan bella ante mis tristes ojos humanos, pero Irina tampoco lo haría. Esta quizás sea la última vez que escriba en este diario, lo guardaré en un lugar recóndito de esta mansión, quizás alguien en un futuro pueda leer esta trágica historia. Me mantuve pegado mucho a Irina cuando contraía la peste, por tanto, lo más probable es que haya sido contagiado y no dure mucho más de medio mes, quizás sea mejor, mi vida sin ella no tiene sentido. Y aquí finalizo este diario; ojalá, si hay algún lector, espero que sepa comprender este relato.
El hombre pasó unas cuantas páginas en blanco y encontró varias más escritas, las comenzó a leer:
1 de Junio, 1843 Valaquia
Han pasado tres siglos desde que escribí por última vez en este diario. Según había previsto, debería haber muerto de peste pocas semanas después que Irina, pero no fue así y siguieron pasando los años, hasta que me di cuenta, de que la gente fallecía y fallecía y aquí seguía yo, en el mundo de los vivos. Cuando todos mis criados murieron quedé completamente solo. No tengo hambre, no tengo sed, no tengo sueño. Acabé percatándome de que mis días como humano habían acabado hacía ya bastante tiempo. Hoy, trescientos años después de aquella desgracia, me encuentro aquí escribiendo de nuevo, en esta polvorienta habitación donde escondí cuidadosamente mi diario. Me he propuesto que sólo volveré a destapar el polvo de este cuaderno cuando vuelva a divisar otra hermosa luna como la que vi aquella funesta noche.
El anciano sacó una pluma y empezó a escribir con mucha delicadeza:
La inmortalidad es una idea deseable hasta que caes en la cuenta de que tienes que vivirla solo.
José Antonio Tripiana, 1º Bachillerato – Ciencias Naturales
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