viernes, 21 de diciembre de 2012

Esmeralda




Abuela, ¿Qué cuento nos vas a contar hoy?
A Carmen y a Borja les encantaba que sus padres salieran por la noche con los amigos porque así se quedaba con ellos su abuela. Después de cenar se acostaban y entonces llegaba el momento más esperado: la abuela les contaba los relatos más fantásticos que pudieran imaginarse, mucho más interesantes que los que sus padres les leían antes de dormir.
A ellos les había encantado uno que trataba de una niña cojita que, por no poder correr como sus dos hermanas, fue atrapada por un hombre y metida en un saco. Para ganarse el sustento, el raptor iba de casa en casa obligando a la niña a que cantase si no quería ser apaleada.
Un día, el hombre llegó a casa de la cojita y dejó su saco para ir a realizar un negocio. La madre y hermanas de la niña, que habían reconocido su voz al oírla cantar, abrieron el zurrón, la salvaron y en su lugar encerraron en el saco a todos los animales que encontraron. Cuando el malvado intentó hacer cantar a la cojita propinándole una soberana paliza, los animales emitieron horribles y ensordecedores sonidos.
Entonces el raptor decidió deshacerse de su presa. La llevó al río, y cuando abrió el saco para arrojarla al agua, los animales, totalmente enfurecidos por el trato recibido, se abalanzaron contra él que, al perder el equilibrio, cayó al río y desapareció con la corriente.
Carmen y Borja habían aprendido con aquel cuento que el mal siempre pierde.
Otra historia que les había fascinado era aquella que trataba de una hermosísima mujer llamada Elena que murió de pena al ser abandonada por su novio quien emprendió una relación con la persona que la había calumniado, su amiga Irene. Cuando la introdujeron en el ataúd, no pudieron cerrarlo porque había muerto con el brazo derecho separado del cuerpo y nadie había logrado colocarlo en la posición adecuada.
La calumniadora, arrepentida, fue a confesarse y el sacerdote le impuso como penitencia que debía velar el cadáver de su antes amiga en la iglesia y a solas con ella. Así lo hizo.
El silencio era absoluto hasta que se oyeron unas campanadas. Entonces la muerta preguntó: “¿Qué hora es? La penitente contestó: “Las diez”, y se oyeron estas palabras: “todavía no es hora”. Irene gritó aterrada y golpeó la puerta de la iglesia para que la sacaran de allí, pero nadie logró abrirla ni hacer nada para liberarla. Sonaron nuevamente las campanas y Elena preguntó:” ¿Qué hora es?” A lo que Irene respondió: “Las once”, y se oyó: “todavía no es hora”. Llegó la media noche y volvió a escucharse la voz:” ¿Qué hora es?” “Las doce”, y Elena gritó: “¡ya es hora!” Se levantó de la caja, se abalanzó sobre Irene y le arrancó la lengua. Entonces ella se introdujo en el ataúd con la lengua en la mano y su brazo por fin se colocó junto al cuerpo. En ese momento las campanas de la iglesia comenzaron a sonar y se abrieron sus puertas. Todos pudieron contemplar con espanto la dantesca escena que se ofrecía ante sus ojos. Se había hecho justicia.
Carmen y Borja aprendieron que la calumnia era muy peligrosa, tanto como para acabar con la vida de un inocente. Ellos jamás acusarían a nadie de nada que no fuese cierto. Habían aprendido otra lección que no olvidarían.
Esa noche estaban deseosos de que la abuela los volviera a sorprender con sus relatos. Habían cenado antes de lo acostumbrado para acostarse muy pronto y así poder comenzar su viaje fantástico por mundos imaginarios.
Su abuela les había preparado otra historia que decía así: “Esmeralda le debía su nombre a sus bellos ojos verdes con los que había enamorado a todos los que la contemplaron el día de su nacimiento. La niña, de piel muy clara y cabello rubio, se transformó en una hermosísima joven que despertaba pasiones en quienes la conocían. Ella, sin embargo, nunca había conocido el amor.
Le gustaba entregarse a la lectura sentada sobre unas rocas y alternar este placer con el de la contemplación del mar. Un día vio cómo un delfín se le acercaba saltando y realizando las más increíbles piruetas imaginables. Esmeralda cerró su libro y se quedó absorta y fascinada por su belleza. Los ojos de ambos se fundieron en una intensa mirada y ella se quedó petrificada al descubrir que era capaz de entender a su nuevo amigo. ¿Cómo podía ser eso pasible si ella era una mujer y él un ser marino?
Todas las tardes se sentaba sobre las rocas y esperaba la llegada del delfín. Él acudía siempre a la misma hora y bailaba y jugaba y saltaba para que ella lo contemplara. Así un día tras otro hasta que comprendieron que había nacido entre ellos una atracción arrolladora, que… ¡se habían enamorado! Pero su unión no era posible. Pertenecían a especies diferentes. Así que él decidió marcharse para siempre y no seguir alimentando una historia sin final.
Esmeralda trató de entenderlo, pero no podía soportar tanto dolor. En el momento en que él desapareció comenzó a llorar. Así llegó a su casa y se encerró en su habitación. Se negó a salir de allí. No deseaba relacionarse con los demás, ni comer, ni vivir, solo llorar y llorar y llorar…Sus padres llamaron a un especialista para que pudiera curarle a su hija el peor de los males que se había instalado en su alma: el mal del amor. Ella no lo escuchaba. No le interesaban ni sus palabras ni sus remedios medicinales. Solo lloraba.
Así transcurrieron los días, los meses y, después, los años. Esmeralda comenzó a vivir en el mar de lágrimas que había creado. Poco a poco su hermosa piel blanca fue cubriéndose de pequeñísimas plaquitas irisadas que desprendían un brillo cegador. ¡Eran escamas! Su pelo rubio le cubría la espalda y llegaba hasta sus piernas que ahora se habían unido y acababan en una majestuosa cola.
Su familia aceptó que Esmeralda ya no les pertenecía a ellos sino al mar. La transportaron en un acuario y dejaron que se adentrara en las profundidades submarinas. Ella se dirigió a su lugar de encuentro de años atrás y allí, al pie de las rocas, en lo más profundo, encontró a su delfín, solitario y nostálgico. Cuando la vio aparecer convertida en una bellísima sirena, se lanzó hacia ella y se abrazaron con la mirada. Después desaparecieron unidos por lo que desde entonces sería el nuevo hogar de los dos.”
Carmen y Borja habían escuchado embelesados esta preciosa historia. Aquella noche aprendieron que solo el AMOR es capaz de obrar milagros.
Gloria Langle Molina

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